Y ahí me tienen bien decepcionada yéndome de vacaciones a ver a una de mis mejores amigas que vive en Alemania, porque pasaban los meses y yo no podía superar al imbécil de mi ex novio en ese entones. No vamos a entrar en detalles sobre la situación del ex novio, porque eso nos daría varias entregas para poder contar todo lo que sucedió en esa relación, pero seguramente hablaremos de eso en alguna otra ocasión. 

Tirada en la cama, mitad zombie, mitad piltrafa, intentando no pensar en lo sucedido, porque la cruda moral, que era mucho más grande que la física, me hacía estremecer del malestar con temblorina, que me daba cada vez que cruzaba por mi mente la escena en la que iba saliendo del baño con mi “salchicha alemana” (si no lo volvimos a ver, no vale la pena humanizarlo) y me encontré con Maximiliano. Ya saben, ese momento desde que despiertas hasta como tres días después, según el tamaño de la metida de pata, y te sigues estremeciendo del dolor de estómago de acordarte, porque nomás no lo puedes superar. Ya en tus cinco sentidos no puedes creer de lo que fuiste capaz, pero ¿qué crees? Sí, fuiste tú, y ahora no te queda de otra que vivir con eso.

Como si no fuera poco lo miserable que me estaba sintiendo en ese momento, me llega un mensaje de Maximiliano diciendo: “Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio y…”.

La cabeza de por sí me daba vueltas, era el día menos indicado para pensar, ¿en serio Maximiliano? ¿En serio, después de lo que pasó todavía tienes ganas de mandar un mensaje y hacerte el cagadito poniéndome a prueba con ese tipo de frases trilladas sin terminar?

No, yo no estaba para eso, yo ni era yo, ni quería ser, ni quería estar ni nada, así que me olvidé del celular por un par de horas. Entre Maggie y yo no hacíamos ni tres cuartos de persona, así que empezamos por una especie de clamato con cerveza que logramos preparar con lo que encontramos. Nos cayó de maravilla, y eso nos ayudó a probar bocado.

-“¿Qué quieres comer?”, me preguntó Maggie.

-“Cualquier cosa que no tenga incluida una salchicha alemana ¡por favor!”.

Maggie, entre risas, logró unas quesadillas para sobrevivir y poder salir a la calle y llevarme a uno de los hot spots del momento, un restaurante vietnamita que estaba de locura. Cabe señalar que Maggie es fanática de la buena cocina, igual que yo, así que cualquier recomendación de su parte siempre se convierte en un must.

Logramos hacer un poco por nuestras caras, después de un buen baño con tallón incluido, de esos que te tienes que dar como si acabaras de perder la virginidad. Todo me hacía sentir que no superaría nunca el bochorno de recordar lo sucedido.

Llegamos más o menos decentes de ver, nos sentamos en una mesa junto a la ventana y empezamos por una sopita para calentar motores. –“¿Una Franziskaner?”, preguntó Maggie, y mi cara de horror apareció acompañada de un fuerte escalofrío. Más nos tardamos en bromear con los achaques del momento, cuando ya estaban llegando a la mesa dos hermosísimas frías y burbujeantes cervezas. Yo pensé que Maggie las había pedido, pero cuando le dijo a la mesera (en perfecto alemán), que nosotras no las habíamos pedido, la mesera le dijo que era una cortesía que había enviado el chico de la mesa de afuera.

Yo, sintiéndome en la inmunda, obviamente no escaneé el lugar cuando llegamos. Una, porque no estaba pensando en encontrarme a nadie conocido en Berlín, y otra, porque con lo mal que me sentía no estaba pensando en ver si habría prospectos alrededor. Uno de los pocos momentos en que mi radar está apagado.

Cuando volteamos a ver quién estaba en la mesa de afuera que la mesera nos estaba indicando, ¿adivinen quién estaba ahí? Nada más y nada menos que el romántico músico-poeta, Maximiliano.

Volteé a ver a Maggie con cara de terror, ella no sabía lo que pasaba, porque ella no lo había visto nunca. Yo no podía pronunciar palabra y Maggie continuaba preguntando “¿qué pasa?, ¿quién es?”, como una total desesperada, cuando lo vi caminando directamente a nuestra mesa y antes de que yo pudiera contestarle a Maggie, él le dijo: “soy el del avión, al que tu amiga no dejó dormir en todo el vuelo, y debo decir que sigue quitándome el sueño y el aliento una que otra vez. Maximiliano, mucho gusto”, saludando a Maggie de mano.

Maggie, sin pretender disimular nada, contestó volteándome a ver con un: “naaaaah”.

Yo de verdad estaba ida, no sabía ni qué pensar, todo parecía un mal libreto de película del nuevo cine mexicano dosmilera donde todo lo que pasa es obvio que no pasaría en la vida real, pero ni él era Gael García, ni yo Martha Higareda, y gracias a Dios, porque a ella no le incluyeron el cerebro en el kit de nacimiento, y bueno, de qué me quiero salvar yo con este comentario si la verdad la brillantez no salió a pasear conmigo ese día. Tengo un issue con Martha Higareda, porque su cara es la versión femenina de un novio que tuve en la prepa, ya se podrán imaginar lo desagradable que me resulta verla.

Total que se invitó solo a sentar jalando la silla de la mesa de a lado, pidió otra cerveza para él, ordenamos la cena y eso se convirtió en una ola de ocurrencias entre lo que había pasado la noche anterior, lo sucedido en el avión y la estrofa de “Coincidir” que envió, canción que me han dedicado muchas veces en la vida, por cierto, pero nunca en una situación tan patética como esa.

Obviamente, como el “caballero” que demostró ser, no nos dejó pagar la cuenta y nos acompañó de regreso al departamento de Maggie. La cruda que traíamos se conectó con la borrachera que terminamos agarrando hasta quedar los tres tirados en la sala del departamento.

A la mañana siguiente ya éramos familia. Maggie se fue temprano a trabajar, y él, como a las 9 de la mañana corrió a su hotel a bañarse porque tenía que ir a la feria en la que se estaban exponiendo sus obras.

Para ese momento, yo seguía sin saber cómo me sentía al respecto. Con tantos acontecimientos pasando tan rápido de una manera tan atropellada, era casi imposible sentir alguna emoción. A la mañana siguiente, una postal de la expo con una de sus obras impresa apareció por debajo de la puerta y decía: 13:00 horas, vestida de coctel, en esta misma puerta. Todo sobre él era misteriosamente atractivo, hasta cuando no intentaba ser misterioso. Es verdad que había sido directo desde el inicio, pero la manera en la que lo hacía no me molestaba en lo más mínimo y, honestamente, me seguía intrigando porqué quería verme después de lo que había pasado, yo seguía sin superar la vergüenza por completo, pero me vestí como me había indicado y ahí estaba él a las 12:55 tocando la puerta.

La vestimenta del hombre era perfecta, de pies a cabeza todo era de buen gusto, no era el típico artista fachoso que cree que ponerse sus tenis chorreados de pintura con jeans y un saco con los hombros y la solapa gastados es “cool, porque es artista”.

Llegamos al lugar, y definitivamente proliferaban los “cool”, y yo seguía agradecida de que él no vistiera así. Todo el evento estuvo padrísimo, todo el tiempo estuvimos conviviendo con más gente y no tanto entre nosotros, así que cuando acabó me invitó a cenar. Durante la cena todo fue sorprendentemente bien, después del postre pidió un taxi y me llevó a casa de Maggie, y no, otra vez no intentó absolutamente nada.

Sí, sí, para entonces yo estaba más que intrigada y mis días en Berlín se terminaban. Pero, al mismo tiempo, yo tampoco quería apresurarlo. No olvidemos que yo había llegado a Berlín por “mal de amores”, y de verdad no daba crédito con lo que estaba pasando. Porque una cosa es estar despechada y querer comerte a todo hombre apetecible que se cruce en tu camino, ¡eso es terapia! Pero otra cosa, muy diferente, es no terminar de cerrar completamente un duelo y ya estar involucrada sentimentalmente de nuevo. No me duró mucho ese pensamiento porque el vino que había tomado durante todo el día me mandó a Japón casi en cuanto toqué la almohada. En cuanto desperté corrí a ver mi teléfono y nada sobre Max, No me preocupó que no escribiera, sino que ya lo estaba esperando.

Ese día no supe nada de él, y aunque eso ayudó para disfrutar un poco más a Maggie, tengo que aceptar que la táctica me mantuvo pensando en él, revisando mi teléfono y, de vez en vez, iba a la puerta a ver si no había otra nota. Ya estaba por dormirme cuando me envía un mensaje diciendo: “un amigo mío me prestó su chalet no muy lejos de aquí, nos vamos dos noches, paso por ti mañana a las 8 de la mañana”. Ya no se las hago más larga de lo que ya es. Fuimos, y desde que llegamos me mostró el que sería mi cuarto. A la hora de dormir él se fue a su recámara y yo a la mía. Confieso que para ese momento la intriga me comía, pero las ganas también. Segundo día juntos y solos, y yo seguía más intacta que una ensalada de berros mosqueada en la mesa en pleno banquete navideño.

Primera vez que un hombre me hacía dudar de cómo me veía, corría constantemente al baño a acomodarme el escote, me desabroché un botón a propósito que dejara ver un poco más “por accidente” y ¡nada!

 Tuve que promover beber más y más vino, porque para ese momento yo había intentado todas las tácticas que lo hicieran reaccionar. Ya todo me había pasado por la mente: “seguro la tiene pequeña”, “no se le para”, “¿será gay y sólo quiere ser mi amigo?”, “tal vez sea asexuado, no todo puede ser tan perfecto en él”. Me di por vencida. Nos pusimos a ver una película y cada uno tomó su lado del sofá, en el lapso de una hora cambiamos de posición como 17 veces y cada vez empezaba a haber más contacto, y así como no queriendo ya nos estábamos besando, uno encima del otro. Yo empecé a sentir literalmente un bulto a la altura de mi pelvis, como si un globo de agua se estuviera inflando. No podía concentrarme, necesitaba ver ESO. Me salté la parte bonita del beso, mi morbosidad por verlo estaba a tope. Lo desvestí antes de que él me pudiera hacer nada. Eso no era un pene, ¡eso era un tabique!, era demasiado, no podía creer que el tipo siguiera respirando con toda esa sangre ahí, que seguro le quitaba el 80 por ciento de la sangre de su cuerpo. Mi cara fue de horror. Ustedes dirán “¡uy qué rico!”, les prometo que no se veía así.

Yo lo observaba y tocaba más como objeto de estudio que con deseo. Pero la hora de la verdad llegó cuando quiso “entrar”, eso sí era “penetrar”, pero penetrar hasta el intestino y las ingles, porque el problema no era sólo el largo, el ancho también era de querer escapar. Les mentiría si les dijera que no lo intentamos. Al principio estaba aterrada, después se convirtió en reto. Usamos todo tipo de lubricante que encontramos en la cocina, porque no íbamos preparados. El aceite de oliva fue un gran aliado, pero ni así. Lo intentamos tantas veces que terminé masturbándome con él en vez de introducirlo. En algún punto de la batalla nos quedamos dormidos y a la mañana siguiente, que ya se me había pasado el susto, lo volvimos a intentar de nuevo. No señoras, eso fue misión imposible. En el museo de miembros de mi memoria ocupa un lugar muy especial con una dosis de trauma. Ese trauma de decir: “¡no!, ¡eso no entra aquí!, y al mismo tiempo la calentura y morbosidad de querer sentirlo y no poder”.

Sigo preguntándome de vez en cuando si existirá una vagina lo suficientemente ancha que pueda albergar semejante animal, a lo mejor una que haya tenido un parto múltiple, o una como la de Carmina, no sé.

Pero si existe el fisting, supongo que será cuestión de entrenamiento en elasticidad vaginal. Yo, con toda mi pasión por el miembro viril, prefiero no tener que llevarla a ese punto de no regreso en que el elástico se convierta en olán.   

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