Querido Diario

Una de las cosas maravillosas que tiene vivir en México es que, además de todas las etnias y culturas diferentes que tienen los propios mexicanos, también es un país rico en extranjeros. Y lo apasionante es intercambiar con ellos conocimientos, costumbres, idiomas, expresiones, gastronomía… Y no hay nada que una más que ponerte a conversar sobre recetas de comida entre personas que les gusta probar de todo, como yo. Que si cerrase un poco el pico luciría más como una lagartija fina y alargada que como un dragón de Komodo.

Pues hoy quiero hablarles de las hallacas venezolanas. ¿Las conocen? Muchos seguro que sí, pero otros no teníamos ni idea. Pero ahora me pregunto, ¿cómo he podido vivir todos estos años sin ellas? Ahhh, ya sé. Quizás porque se tarda dos días en prepararlas. Por eso es un plato típico navideño y la tradición es hacerlas en estas fechas. Eso sí, dos días cocinando, pero puedes hacer 200 hallacas para toda la familia, los vecinos, los desconocidos y el que vende en el tianguis… tienes para estar invitando a todo el barrio hasta febrero. 

Es lo que tiene llegar a un país donde hay muchísima gente distinta. Conoces y convives con tantas nacionalidades que en España diríamos que parece un chiste: “esto va un español, un rumano y un venezolano…”, pero aquí el chiste es entender las expresiones o las palabras que, hablando supuestamente el mismo idioma, se dan por hecho que todo el mundo las conoce. La señora Ivett, una mujer hermosa como ella sola y más caraqueña que el Pabellón Criollo, fue la que me instruyó en el noble arte de las hallacas. Y ahí, con las manos en la masa, me daba instrucciones culinarias pertinentes. Y de repente, me dice que tengo que pintar las hallacas con aceite y “onoto”, darle unas vueltas con  “pabilo” y ponerlas a “sancochar”. OK. No sé si me está diciendo que las cocine, que haga un ritual satánico o me está dando nombres en clave por si nos escuchan los servicios de inteligencia americanos.

Para quien no lo sepa, les voy a contar lo que llevan las hallacas venezolanas según mi maestra. Primero fuimos al Mercado de Medellín a comprar los ingredientes. Sólo con decirme dónde íbamos, pensaba que me iba a cruzar con algún descendiente de Pablo Escobar o que iba a salir de allí sin zapatillas (sí, lo siento, pero “Narcos” ha hecho mucho daño). Pero nada más lejos de la realidad, me sentía como en una excursión del colegio, fascinada con la cantidad de cosas que allí vendían y compramos todo en un puesto puramente venezolano (tan bello…). 

Ahora sí, ya con la inmensa cantidad de ingredientes que lleva esta delicia de comida, nos pusimos manos a la obra. Porque cada hallaca se compone de un poco de guiso de cerdo, guiso de gallina, harina de arepas, cebolla cruda, pimiento rojo o verde crudo, alcaparras, una aceituna, pasas y una almendra. Lo envuelves todo en hoja de platanero (previamente limpia, cortada en cuadrados para la envoltura y en rectángulos para la fajita) y lo atas con más habilidad que cuando estás en un baño público con un vestido hasta los pies y no quieres ni tocar la taza, ni rozar el suelo, ni tocar la puerta, ni respirar demasiado y terminas haciendo la postura de Utkatasana, saliendo del baño como si hubieses terminado una clase de Bickam Yoga. 

El caso es que ahora mismo tengo la nevera llena de bultos verdes que os aseguro, he visto cargamentos de droga con menos paquetes y peor envueltos que nuestras hallacas venezolanas. Y entre la exposición que hay en mi refrigerador y que hemos comprado los ingredientes en el Mercado de Medellín, cuando abro el frigorífico para agarrar una caja de leche, suena de fondo: “soy el fuego que arde tu piel, soy el agua que mata tu sed…” 

Pero lo mejor de todo, es que he tenido que venir a México para conocer parte de la cultura de España. Porque, aunque nos guste probar diferentes gastronomías, la cabra siempre tira al monte y no hay nada como sentarte en un restaurante español y comer sin estar preguntando al camarero en cada nuevo plato: “señor, del uno al diez, ¿cuánto pica esta salsa?”, porque yo personalmente me paso toda la comida así. Pero también debo decir que intento probarlas todas, aunque se me duerma la lengua, después los orificios nasales y termine con un picor indescriptible en el oído. Pues por eso, me gusta relajarme de vez en cuando y para celebrar una comida de Navidad con los amigos, nos fuimos a comer al restaurante vasco del chef Pablo San Román. 

Ya habíamos terminado de comer las increíbles tortillas de patatas, tortilla de bacalao, croquetas de jamón, bacalao, txipirones, fideuá al rabo de toro… cuando escucho algo de “txotx”. Entre ese nombre y que me invitaban a bajar por unas escaleras oscuras y clandestinas, todo me podía imaginar menos que había una barrica enorme  empotrada en la pared llamada kupela y de donde iba a beber la mejor sidra que había probado jamás. Sí, en México. Pero, ¿saben cómo se sirve un vaso de sidra? Porque es todo un arte. No se crean que abren una botella y ya… no, no. Esa barrica tiene una especie de tapón que se quita y la sidra sale disparada sin avisar como cuando le estás cambiando el pañal a tu hijo y el muy canalla te mea encima. Vamos, que ni lo ves venir. Pues se me aceleraba el pulso cuando me iba a tocar el turno de poner el vaso de sidra a la altura indicada, subir lentamente y dejar paso al siguiente. Estaba más nerviosa que cuando pasas por migración en el aeropuerto y te preguntan por el motivo de tu viaje. Cosa que nunca he entendido muy bien, porque imagino que nadie habrá dicho: “pues mire, me gustaría conocer el país, la verdad. Pero fíjese que como vengo con una bomba en la mochila, pues ya será en otra ocasión cuando venga a visitar la casa de Frida Khalo. Pero gracias por preguntar”. 

Hablando de España, es la primera Navidad que pasaré fuera de mi país. Sólo por eso, quiero hacerlo a lo grande. Quiero comer hallacas metiendo los pies en el agua del mar, mientras unos turistas me fotografían al ver una ballena varada en la orilla. Porque las hallacas, la tortilla de patata y la sidra, no son precisamente primas hermanas de la quinoa. Pero este 2022 prometo comer mejor, hasta entonces… ¡Viva la Pepa (Pig)!

Uno de los propósitos estrella de principios de año de la gente es apuntarse al gimnasio (este es el mío de todos los lunes), cuidar su alimentación, dejar de fumar, beber menos alcohol, comer menos dulces… Pero un estudio dice que solo el 8% de las personas llegan a final de año con sus propósitos cumplidos. ¿Ustedes son del 92% restante o directamente no se autoengañan? Este estudio revela que el 25% no llega a cumplirlos en la primera semana de enero, el 55% los abandonó antes de que terminase el primer mes y el 20% a los seis meses. Me alegra saber que no soy la única que llega al día 15 de enero ya con todo el año echado a la basura.

Y la verdad es que tampoco llegué a cumplir ninguno de mis propósitos del 2021, pero echo la vista atrás y termino el año sumando personas maravillosas a mi vida, teniendo la oportunidad de probar distintas gastronomías y de corroborar que la risa es lo más hermoso e internacional que tenemos. Así que procuremos que “ser feliz” no sea jamás ninguno de nuestros propósitos. Hagamos que disfrutar de la vida y sonreír sea nuestro estado natural todo el año. 

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